lunes, 11 de mayo de 2009

El miedo a la libertad

Extraído de “El miedo a la libertad” de Erich Fromm.

Editorial Paidos, Buenos Aires, 2008. 1º edición 1941.

Páginas 65 a 67.


R. Hughes, en su A High Wind in Jamaica, nos proporciona una penetrante descripción del repentino despertar de la conciencia de sí mismo en una niña de diez años:


Y entonces le ocurrió a Emily un hecho de considerable importancia. Repentinamente se dio cuenta de quien era ella misma. Hay pocas razones para suponer el porqué ello no le ocurrió cinco años antes o, aun, cinco años después, y no hay ninguna que explique el porqué debía ocurrir justamente esa tarde. Ella había estado jugando «a la casa» en un rincón, en la proa, cerca del cabrestante (en el cual había colgado un garfio a manera de aldaba) y, ya cansada del juego, se paseaba casi sin objeto, hacia popa, pensando vagamente en ciertas abejas y en una reina de las hadas, cuando de pronto una idea cruzó por su mente como un relámpago: que ella era ella. Se detuvo de golpe y comenzó a observar toda su persona en la medida en que caía bajo el alcance de su propia vista. No era mucho lo que veía, excepto un perspectiva limitada de la parte delantera de su vestido, y sus manos, cuando las levantó para mirarlas; pero era lo suficiente para que ella se formara una idea del pequeño cuerpo que, de pronto, se le había aparecido como suyo.

Comenzó a reírse en un tono burlesco. «¡Bien –pensó realmente– imagínate, precisamente tú, entre tanta gente, ir y dejarse agarrar así; ahora ya no puedes salir de ello, en mucho tiempo: tendrás que ir hasta el fin, ser una chica, crecer y llegar a vieja, antes de librarte de esta extravagancia!»

Resuelta a evitar cualquier interrupción en este acontecimiento tan importante, empezó a trepar por el flechaste, camino de su brazal favorito, en el tope. Sin embargo, cada vez que movía un brazo o una pierna, en esa acción tan simple, el hallar estos movimientos tan obedientes a su deseo la llenaba de renovada maravilla. La memoria le decía, por supuesto, que siempre había sido así anteriormente: pero antes ella no se había dado cuenta jamás de cuan sorprendente era todo ello. Una vez acomodada en su brazal, empezó a examinar la piel de sus manos con extremo cuidado, pues era suya. Deslizó uno de sus hombros fuera del vestido y, luego de atisbar el interior de éste para asegurarse de que ella era realmente una sola cosa, una cosa continua debajo de sus vestimentas, lo encogió hasta tocarse la mejilla. El contacto de su cara con la parte cóncava, desnuda y tibia de su hombro la estremeció agradablemente, como si fuera una caricia de algún amigo afectuoso. Pero si la sensación venía de su mejilla o de su espalda, quién era el acariciador y quién el acariciado, esto, ningún análisis podía decírselo.

Una vez convencida plenamente del hecho asombroso de que ahora ella era Emily Bas-Thornton (por qué intercalaba el «ahora» no lo sabía, puesto que, ciertamente, no estaba imaginando ningún disparate acerca de transmigraciones, como el haber sido antes algún otro), empezó a considerar seriamente las consecuencias de este hecho.

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